Destacado

Viaje forzoso

Este microrrelato está enlazado al relato del mes de julio «No dirá que no» de @Stiby2.

http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2019/07/relato-origireto2019-no-dira-que-no.html?m=1

Se recomienda leer previamente dicho relato .

smoke-and-mirrors-4247808_960_720

Retiré la sábana que ocultaba su rostro frío, transparente y liviano. Yo estaba en mangas de camisa y acomodé la corbata que lucía algo torcida. La ventana estaba cerrada, pero sentí un viento muy extraño. Sorprendida, noté que los pequeños objetos cobraron vida y los pesados muebles de la habitación empezaron a dibujar círculos. En segundos, yo también fui arrastrada por el tornado que brotó del maldito espejo. En medio de luces multicolores, flotaba hasta que aterricé en una alfombra de verde césped. Al levantarme, mis botas negras atraparon una hoja impresa. La fecha: agosto de 2019.

Ante mis ojos se levantaba una iglesia que pude reconocer y caminé hacia ella. En el muro empedrado, advertí una placa rodeada de los colores del arco iris que decía: “Anne Lister 1791-1840 Lesbiana y diarista. Tomó el sacramento aquí para sellar su unión con Ann Walker. Pascua 1834”.

–¡Dios Santo! Si estoy soñando, no quiero despertar –dije, colocando las manos en mi cintura. Sonreí.

El microrrelato anterior está enmarcado en el  #OrigiReto2019. Tiene 981 caracteres y cumple los siguientes puntos del reto:

-Objetivo  #11: Narra la aventura de alguien que viaja en el tiempo. 

-Objeto oculto  #17: Un tornado. 

Gracias a: @MUSAJUE http://plumakatty.blogspot.com

@Stiby2 http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com

Y aquí está la pegatina del mes de agosto: 

Pegatina

Amantes

La vi por primera vez entre nubes de cigarro, música que reventaba los tímpanos y risas del averno. Por momentos, las luces multicolores rozaban su semblante. Criatura celestial. En un rincón de la discoteca, yo bebía una cerveza. Resignado, aburrido, distante. Era la fiesta de cumpleaños de David, mi mejor amigo. En casa, mi mujer esperaba un bebé.

Pasaron dos semanas de aquella celebración. Manejando mi auto, regresaba al hogar. La jornada de labores había sido más tediosa que otros días. De pronto, gruesas gotas empezaron a resbalar por el parabrisas. La lluvia sería beneficiosa para las áreas verdes, limpiaría la ciudad y los pecados de la gente.

Cuando llegué a mi destino estacioné el auto. Busqué algo en la guantera para protegerme del mal tiempo. Solo hallé las hojas de un viejo diario que usé para improvisar un sombrero de ala ancha.

Bajé corriendo del vehículo y al cruzar el umbral vi que Miriam no estaba sola.
—Julián, ven. Tenemos visita.

Al lado de mi esposa estaba ella: la joven de la discoteca. Abrí y cerré los ojos como si despertara de un sueño.

—Acércate, querido. Mi prima Ana no muerde.

Medía cada paso. Parecía un niño que aprendía a caminar. Me sentía solo, desvalido, indefenso. Mojaba la alfombra.

—Ana, te presento a mi esposo.

Ella sonrió y extendió la mano derecha. En el dedo anular de la mano izquierda lucía un anillo de compromiso. No recuerdo lo que dije. Encantado. Mucho gusto. Creo que tartamudeé.

Miriam dijo que su prima estaba de paso por la ciudad y aprovechó la ocasión para visitarla. La tormenta no tardaba en llegar.

Ana miró su reloj de pulsera y exclamó que se había hecho muy tarde. Entonces, mi esposa me pidió que la llevara de regreso al hotel donde se hospedaba. Deseé que me tragase la tierra. Accedí moviendo la cabeza. Sentí que mi cuerpo temblaba. Ellas se despidieron, pero antes Miriam buscó dos paraguas.

En el auto, Ana rompió el silencio.
—El mundo es muy pequeño —susurró con una amplia sonrisa—. Es una casualidad que nos hayamos visto por primera vez en la fiesta de David.

—¿Son amigos? —pregunté.

—Él es hermano de mi novio. Me casaré en un mes.

Cuando llegamos al hotel, yo iba a descender del auto para abrirle la puerta, pero ella me tocó con suavidad el brazo derecho. Sentí una placentera descarga eléctrica.

—No te preocupes. Gracias por traerme. Adiós, Julián

Los días siguieron su curso. Yo no podía dormir. Solo pensaba en ella. En sus ojos grandes y oscuros, en la agradable textura de su voz, en su figura de ninfa.

Una tarde, al regresar a casa mi mujer había salido. Advertí una nota sobre la mesa del comedor. Ella regresaría en una hora de la peluquería.

De pronto, sonó el timbre. Al abrir la puerta, la vi otra vez.

—¡Hola! ¿Se encuentra Miriam?
—No, regresará más tarde.
—¿Podría esperarla?

La hice pasar y le pedí que tomara asiento, mientras aguardaba a su prima. Le ofrecí algo de beber y ella pidió un vaso con agua.

Luego, ambos nos sentamos uno enfrente del otro. Ella sonreía. Yo me esforzaba por ensayar una sonrisa, pero solo sentía que estaba a punto de caer a un acantilado rocoso. Me pasaba la mano derecha por la cabeza para calmar mis nervios. Con frecuencia desviaba la mirada hacia la puerta principal, esperando que Miriam entrara y yo pudiera escapar muy lejos.

—Eh… Mi novio y yo pensamos casarnos y radicar en Suiza.

—¡Qué bien!

De repente, el vaso de vidrio resbaló de sus dedos y al estrellarse en el suelo quedó hecho añicos. De un salto, abandoné el sofá para buscar la escobilla y el recogedor. Me incliné para hacer la tarea y ella también se agachó repitiendo como una letanía cuánto lo sentía.

Fue entonces cuando nuestras miradas coincidieron y pude descifrar el antiguo código del amor. Dejé los objetos a un lado para probar el manjar de sus labios. El primer beso no tardó en llegar, pero un portazo hizo que volviéramos a la realidad.

Me atreví a cruzar la línea de lo prohibido por la sociedad que juega a la doble moral. Nosotros, Ana y yo, escríbimos un breve, pero intenso romance cada viernes por la tarde. Nuestro refugio era el cuarto de un hostal en las afueras de la ciudad. En esas calles donde nadie nos conocía, fuimos capaces de caminar juntos tomados de las manos como dos adolescentes, pensar en voz alta y dejar que las ideas alzaran vuelo. Vivir cada minuto como si fuese el último de nuestras existencias.

Hasta que llegó el momento de la despedida. En la víspera, cenamos a la luz de las velas y como nunca respiré el perfume de su piel.

—Ana, ¿puedo preguntarte algo?

Ella asintió con una sonrisa.

—¿Cómo puedes casarte con alguien que no amas?

—Aquí no tengo futuro y tú no puedes abandonar a tu hijo.

—Un ser inocente no es culpable de mis debilidades, pero tampoco será fácil vivir sin ti —respondí con un hilo de voz.

—Podrás. Lo haremos —dijo mientras colocaba su mano sobre la mía—. Imagina que, a pesar de estar separados, nuestros corazones latirán al unísono.

—Por última vez, Ana, sonríe para mí —supliqué.

Dos tímidas lágrimas asomaron en el rostro de Ana. Nunca la había visto llorar.

El relato que acabas de leer tiene 889 palabras y está enmarcado en el #retoletrarium19 @retoletrarium

Muerte al amanecer

En aquel lúgubre escenario solo se escuchaba el tictac de un reloj. Muy cerca, un globo terráqueo descansaba sobre el escritorio de cedro y varias cartas aparecían dispersas. No muy lejos había una botella de whisky casi vacía y una copa con residuos de la bebida. Sin embargo, algo tenían en común: ser mudos testigos de la figura hundida en el sillón de cuero. El psiquiatra Sergio León carecía de signos vitales.

En horas de la mañana, la sirvienta Clara Ruiz encontró el cuerpo inerte. De inmediato, la joven llamó a la policía. Dos agentes policiales de Homicidios y el médico forense se apersonaron al lugar. Este último provisto de guantes examinó el cadáver. El rostro mostraba rasguños. Había marcas irregulares en el cuello como contusiones. Al parecer, el doctor León había muerto por estrangulación manual.

Pese a ello, advirtieron que todo el mobiliario, la cama y las alfombras estaban en orden y sobre todo impecables, a excepción de la botella de licor, la copa y las cartas sobre el escritorio. No había rastros de violencia.

Luego, ellos recogieron las misivas, así como todo objeto que pudiera tener huellas o dar alguna pista del asesinato.

El detective Salas interrogó a la sirvienta y a la anciana cocinera. Les preguntó sobre el horario de labores.
—De lunes a sábado, nuestro trabajo empieza a las seis de la mañana y nos retiramos al anochecer —dijo Clara con voz firme y pausada.

—¿Al anochecer? ¿A qué hora?

—A las ocho o pasada las ocho de la noche.

—Dígame, ¿el doctor León recibió alguna visita ese día o días antes? —preguntó el oficial Ramirez.

—Le disgustaba mucho reunirse con sus colegas o familiares en su domicilio —respondió Martha, la cocinera.

—Tampoco le agradaba tratar a sus pacientes fuera del hospital —añadió Clara.

—¿Era casado? ¿Tenía hijos?

—Era divorciado y no tuvo hijos que yo sepa —intervino la cocinera.

Algunos vecinos se mostraron renuentes a hablar sobre la víctima. Otros decían que bebía como un cosaco, era un volcán de neurosis y poco dado a socializar. Pero ninguno vio o escuchó nada inusual esa noche.

¿El doctor León tenía acérrimos enemigos? ¿Algún antiguo incidente? Por lo que averiguó la policía, Sergio León era el jefe del servicio de psiquiatría en el hospital San Jorge. Todo un eminente profesional de la salud mental y además, muy apreciado por sus colegas.

Y entonces, ¿quién era Alicia Belli? Ella había sido una de sus pacientes y ambos sostuvieron una furtiva relación amorosa. En aquel tiempo, el doctor León estaba casado con una dama de la alta sociedad. Al final, Alicia tomó una terrible determinación.

Una de las misivas halladas decía brevemente:

«Querido Sergio,

la vida ya no tiene sentido para mí, pero gracias por tantos años de felicidad. He sido la más devota amante, pero reconozco que nunca podré ser tu esposa. Tal vez pido demasiado. Descuida. No serás el culpable de mi temprana muerte.

Alicia Belli».

Varias semanas transcurrieron y el misterio del crimen no podía resolverse. Las pistas brillaban por su ausencia. Pero el detective Salas tuvo un presentimiento. Los oficiales a cargo del caso decidieron vigilar aquella casa las 24 horas. Los agentes se harían pasar por barrenderos, mendigos, ciclistas, mensajeros e incluso parejas de enamorados.

La noche de un viernes, el detective Salas recibió una llamada en la oficina.

—Habla Salas.
—Soy el agente Lopez. Ingresaron por la puerta trasera de la vivienda un hombre y una mujer. Hay luz en la habitación del occiso.
Vamos para allá.

El oficial tuvo una corazonada. Él y dos agentes policiales acudieron al domicilio de la víctima. En la calle divisaron dos siluetas a través de las tupidas cortinas.

Con mucha cautela, los policías entraron por el patio trasero. Subieron la escalera portando sus armas de reglamento. Escucharon risas. A una señal, el detective Salas abrió la puerta del dormitorio con una feroz patada.

Entonces, vieron a una mujer con una cabellera de ébano que le cubría el rostro. Vestía un camisón blanco que le llegaba a los tobillos. Le acompañaba un hombre alto como una torre y de cuerpo atlético. Apenas los vio, este corrió e intentó abandonar el cuarto. Pero al recibir un disparo en la pierna, rodó y cayó al suelo como un pesado Goliat. Los agentes le colocaron los grilletes.

Luego, dirigiéndose a la mujer el oficial Salas ordenó:
—Quítese la peluca, señora.

Al hacerlo, contemplaron absortos su rostro. Era Clara, la sirvienta.

—¿Usted? exclamó muy sorprendido el oficial.

—Mi nombre no es Clara. Soy Luisa Belli… Él tenía que pagar por la muerte de mi hermana Alicia —aseguró, mientras abrazaba contra su pecho un retrato.

Sintiéndose vencida, ella se tumbó en el sillón donde encontraron a la víctima. Y después, confesó sin prisa los detalles del crimen.

—Esa noche, regresé a esta casa con Luis. Esperé que el reloj marcara la una de la madrugada. El doctor nadaba en alcohol como de costumbre. Bajé la llave general de la luz. Todo quedó a oscuras. Me puse esta ropa y la peluca. Subí y entré a esta habitación. Le dije que era Alicia y que había regresado. Él se levantó con dificultad y extendió los brazos. Esbozó una sonrisa. Luis entró. Se arrojó sobre el doctor, forcejearon y lo estranguló con las manos.

Entonces, cambiamos las alfombras y objetos manchados de sangre. Pusimos las cosas en su lugar. Quemamos las pruebas. Nadie sabría quién lo asesinó. Nadie.

El relato que acabas de leer tiene 904 palabras y está enmarcado en el #retoletrarium17 @retoletrarium

Una balada para Leila

El tiempo se ha detenido para ella. Ahora, quién la viera como fiel compañera de la soledad que ya no duele en la carne ni en el espíritu.
En un antiguo castillo de habitaciones vacías, Leila es una momia atrapada en el interior de una vitrina de cristal. Su obligada desnudez y admirable calma suelen atraer las miradas de curiosos visitantes. Decenas, centenares, miles de ellos.
Quizás en sus momentos de angustia, recordó que era la aldeana de un pueblo donde la felicidad estaba al alcance de las manos. Quizás vino a su mente, aquel gélido invierno cuando un viejo de larga barba y vestimentas impregnadas de brea, llegó a la aldea. Con gran habilidad y engaño, este no tardó en ganarse la confianza de la joven que le abrió su corazón.

—Dime Leila, ¿cuál es tu sueño más acariciado en la vida? —preguntó Mijail con voz temblorosa.

—Ah, respetable anciano, qué no daría en ser una valerosa guerrera que concite la atención del mundo entero. Ser admirada, respetada y quizás infundir un aliento de temor —dijo, mientras sus ojos brillaban de emoción.

—Entonces que así sea.

De pronto, ella advirtió una densa neblina que lo cubrió todo y al dispersarse, Leila estaba en lo alto de una cima que irradiaba luces doradas. Apenas se recuperaba del asombro, cuando escuchó ensordecedores rugidos. Provenían de un dragón muy enojado que sacudía con fuerza sus alas de vampiro.

La doncella quiso huir, pero no podía. Sus piernas se convirtieron en dos pesadas columnas griegas. Ahora, usaba prendas masculinas y era hábil con la espada, podía elevarse por los aires y esquivar las lluvias de fuego. Tras una hora de intensa lucha, ella hundió la filosa arma en el pecho del dragón que dio el último grito y cayó fulminado a tierra.
Una vez más, la espesa neblina lo envolvió todo. Sentado sobre una roca, Leila advirtió la presencia del viejo forastero que fumaba una larga pipa. Ella corrió hacia él.

—Mijail, ¡qué alegría verte!
—Muchacha tonta, ¿no lo has notado aún?
La joven parpadeó. Quedó desconcertada.
—Permite que me presente. Soy el hechicero de la oscuridad que utiliza a los ilusos como tú.

Su voz ya no era la misma. Sonaba a desgracia, fatalidad, infortunio.

Tras un eterno silencio, él prosiguió:

—Ahora la montaña mágica es mía y tú obtendrás lo que siempre anhelaste.

Leila sintió que descendía la temperatura de su cuerpo. A una rapidez inimaginable, sus piernas empezaron a secarse como las hojas de los árboles en otoño. Lo mismo ocurrió con el tronco y los brazos. El terror se dibujó en su rostro. Ningún alarido brotó de sus labios. Sólo alcanzó a sentarse en la hierba y se aferró a sus piernas como si levantase una muralla de piel marchita. La balada para Leila tuvo un precio muy alto. Quizás nunca debió abrir su corazón a un extraño. Quizás el sueño más acariciado le costó toda una vida.

El relato que acabas de leer tiene 490 palabras y está enmarcado en el #retoletrarium16 @retoletrarium

Ninfa diabólica

Quedaba en éxtasis al contemplar las naves de piel que se hundían en remolinos de sangre. Era el divino
espectáculo que ofrecía la muerte en una mente extraviada. Horas más tarde, el conde de Wedford colmaría de vino los cráneos de sus acérrimos enemigos para embriagarse con vigorosas cortesanas.

Ser el autor intelectual de crímenes sumergidos en océanos de tinta carmesí no fue suficiente para llenar el enorme
vacío de una vida miserable. Pero no siempre ocurrió así.

En otros tiempos, las inexpugnables paredes del castillo eran invitadas silenciosas de jubilosas fiestas y opíparos banquetes, donde la carne de jabalí o cerdo macerada con especias y adornada con laurel y romero, era uno de los platos predilectos de los comensales, así como los pasteles de frutos secos. Donde los miembros de la corte no solo danzaban al compás de la música sino que disfrutaban de la presencia de talentosos bailarines
y enigmáticos trovadores. Inolvidables reuniones donde además se admiraba la belleza singular y el carisma inagotable de la condesa Isabella. Hasta el aciago día que ella desapareció de la bulliciosa
corte.

Algunos decían que se había marchado al reino más lejano atraída por una nueva ilusión. Otros, que ella había caído en el abismo de la demencia y por eso, su esposo ordenó que sea encerrada
en la torre más alta del palacio.

Muy pronto, el tema se convirtió en un peligroso tabú. El aristócrata había advertido que todo aquel que hablara sobre el particular, perteneciera a la nobleza o fuese un simple aldeano, le sería arrancada la lengua con tenazas ardientes, decapitado en la ciudadela y el resto de su cuerpo serviría para alimentar a sus mastines hambrientos: Caín y Abel.

Cuando los caminos eran cubiertos por las hojas secas de los árboles, una trágica noticia llegó a los oídos del conde. Su primo hermano, el barón de Durham había sido muerto en las gélidas aguas del lago tenebroso por una ninfa diabólica llamada Rusalka.
Una cólera desenfrenada se apoderó de su pecho. Clavando con fiereza una daga en la mesa del gran salón, el caballero juró venganza.

A todo galope, él abandonó el castillo de color gris ceniza. Se internó en el bosque de los árboles torcidos hasta detenerse en una rústica cabaña coronada de espesa bruma. Tocó la puerta y una suave voz lo invitó a pasar.

Cerró la entrada de un portazo y antes de pronunciar palabra alguna, sus pupilas de aguamarina disparaban saetas envenenadas.

—Escucha Morgana. Necesito de tus servicios. Serás bien recompensada —dijo, mientras apoyaba la pierna derecha sobre un vetusto banco—. ¡Quiero desaparecer a Rusalka! —gritó y de un puntapié derribó al mueble
que voló por los aires.

—Mi Señor, ella es el espíritu de una mujer que vaga en la tierra —contestó sin inmutarse la bruja de mechones plateados—. Pero todo es posible.
Atravesando la habitación con la lentitud de sus años, ella abrió un viejo baúl. El crujir de las bisagras estremeció el lugar. En sus manos apareció un puñal que mostraba en su mango, una daga enterrada en una escalofriante calavera.

—Durante seis noches de luna llena, acérquese a ella. No olvide que Rusalka es una dama. Bríndele su amistad o una pizca de afecto. —sugirió—. En la séptima noche, hunda esta daga mágica en su pecho.

Como es de esperarse, el conde de Wedford abrió los ojos de forma desmesurada. La suspicacia se debía a que la ninfa diabólica era un alma en pena.

—Mi Señor, ¿alguna vez le he fallado? —preguntó la anciana con una profunda tristeza dibujada en las pupilas y en el aire quedó dispersa la respuesta del noble. Este le arrojó una mirada asesina. Gruñó como un demonio herido y entregó a la hechicera más poderosa del condado, dos bolsas
con monedas doradas. Le prometió que el resto del pago lo tendría cuando
hubiese acabado con la criatura maligna.

La primera noche de luna llena, el aristócrata acudió al estanque fúnebre con un grupo de guardias. El silencio solo era roto por los aullidos de lobos grises y el chirriar de las lechuzas. Las ramas puntiagudas y desnudas de los árboles eran feroces brazos de seres fantasmales. La densa bruma era una inseparable compañía.

Detrás de los arbustos espinosos, él advirtió una extraña figura. El largo cabello de la ninfa diabólica semejaba el follaje húmedo que deja la intensa y reciente lluvia, mientras que una descolorida túnica hecha jirones cubría su cuerpo cristalino.

El conde oía caer las pisadas de sus botas negras en la hierba. Al sentir su presencia, ella giró sobre sí. De sus labios agrietados escaparon mariposas de papel y de sus garras mortales nacieron tulipanes púrpuras.
Ella no lo hechizó con su canto de sirena ni lo arrastró para ahogarlo en las aguas azules. Ella no podía hacerle daño. Todavía no.

Osado como ninguno, el noble de capa más oscura que la noche acortó la distancia para contemplar sus ojos de nieve y la palidez de su rostro.
—Soy el conde de Wedford… Mi castillo está a un kilómetro de distancia —dijo con una voz casi apagada, sintiendo en su agitado corazón que la conocía de antes. Lo que resultaba imposible, absurdo, utópico.

Las visitas a la criatura del lago tenebroso se repitieron. Cada mes, cada treinta días, cada cielo matizado de brea con luna de metal. Era un romance bendecido por las sombras. El conde de Wedford y la ninfa maligna formaban una pareja sui géneris. Solo faltaba una cita de ultratumba, pero la impaciencia lo derrotó.

Aquella noche era huérfana de luna llena, pero las estrellas titilaban en el oscuro manto. Con la sangre hirviendo en sus venas, el noble montó su corcel y entre sus ropas, escondió el puñal mágico. Al llegar a su destino, tuvo un mal presentimiento, pero dejó ir a su caballo. El conde se había quedado solo. Sus ojos de jade pasearon por todo el verde paisaje con olor a mortuorio.

Detrás de él oyó el eco de pisadas casi
imperceptibles. Por instinto su mano buscó el cuchillo para asestar el golpe final.
Cuando volteó sus pupilas se debilitaron. Perdió el color de sus mejillas. Las piernas flaquearon. Dio un grito ahogado.

Veía a Isabella, su esposa en un tiempo no muy lejano, luciendo aquel vestido de seda azul y el collar de perlas con un
colgante dorado en forma de letra i. Recogía su larga y lisa cabellera en un tocado francés.

Ella era la inocente mujer que él había
estrangulado debido a la calumnia de un hombre despechado: el barón de Durham.

Sin embargo, no satisfecho con matarla, el conde ordenó que sea descuartizada y que sus restos fuesen colocados en el interior de un saco con las más pesadas piedras.
Al final, la bella condesa de ojos almendrados yacía en el fondo del lago. Y así fue como todo empezó. Así nació el apetito de sus ojos y de su mente morbosa por la carne y la sangre humana. ¡El señor del condado era un ser diabólico!

—¡Mi querido Henry! ¡Ven, acércate! —exclamó Isabella, extendiendo una mano con la palma hacia arriba y anticipando un breve diálogo.

—¿Por qué creíste en las palabras del barón? ¡Si era él quien deseaba convertirme en su amante!

—¡Isabella! ¡Mi dulce Isabella!

—Yo siempre te amé… y siempre te amaré hasta el final de los tiempos —respondió ella soltando una sonora carcajada—. Ahora partiremos a nuestro nuevo hogar —enfatizó con una voz que producía más escalofríos que la propia muerte.

En el lugar abrazado por la oscuridad, dos seres de tamaño colosal de pieles grises y rostros tejidos de cicatrices
irrumpieron. Con fuerza sobrenatural, lo sujetaron del cuello y de los brazos.
Lo amordazaron y encadenaron de pies y manos. El conde de Wedford era tan
indefenso como un cordero perdido en la montaña que se alejó del rebaño.

En las quietas aguas azules, el noble fue
sumergido por aquellos engendros. Luchó hasta exhalar el último aliento,
trazando en el combate enormes burbujas. Perdió la batalla. La esquelética dama con guadaña había ganado una vez más.

Entonces, la condesa de inframundo se despojó del traje de seda y adoptó su verdadera identidad. En su lugar apareció una anciana con ojos llenos de melancolía y negro vestido. Era Morgana.

—Ahora descansa en paz, hermana mía —susurró, mientras dejaba una flor de tristeza en el lago sombrío. Y luego, a paso lento, ella se alejó envuelta en la humedad del bosque y el agrio sabor de la venganza.

Alienígena

La puerta había quedado entreabierta. Mientras Elena veía televisión acostada en su cama, Boris entró al dormitorio de paredes grises. De un salto, el felino de pelaje blanco con manchas color beige aterrizó en la cama para dejar otro regalo: un roedor que permanecía inmóvil. Espantada, la mujer se levantó como un resorte.

—¡Boris, te he dicho que no traigas más animales muertos! —gritó.

El minino mostró sus argumentos con una ráfaga de maullidos. Cuando acabó la ruidosa defensa, él bajó de la cama y abandonó la habitación con total indiferencia.

Elena cambió el edredón por otro limpio, mientras maldecía al díscolo gato que al parecer solo obedecía su instinto cazador.

Varias semanas transcurrieron y la entrega de regalos a domicilio había cesado. Elena respiraba aliviada.

Una tarde de otoño, ella trabajaba en la computadora cuando sintió algo esponjoso en su tobillo. Por unos segundos, apartó la vista de la pantalla y confirmó la presencia de Boris. Le sonrió. La mujer se levantó para encender la impresora y notó que había pisado algo. Bajó la vista. Tuvo que ponerse los lentes, pues creía ver un trozo de madera. Ella se equivocó. Ante sus ojos apareció un dedo índice bañado en sangre. Elena gritó horrorizada.

En la siguiente ocasión, el felino dejó a los pies de su dueña, un ojo humano con los nervios colgantes como hilos y luego, una oreja en descomposición. La mujer decidió que el gato no volvería a entrar en la casa, aunque este se dio las mañas para estar adentro. Pero Boris no era peligroso, pensó. Más bien ella se preguntaba de qué macabro lugar el felino recogía esos órganos y quiénes eran los monstruos y autores de semejantes barbaries.

Una noche de sábado, ella leía un libro en el sofá. Boris estaba acostado cerca de la puerta. Elena no le quitaba la vista de encima. Tras darse un baño gatuno en la alfombra, el felino atravesó la sala, tomó impulso con las piernas traseras y salió por la ventana que estaba abierta. Ella lo siguió. Caminó cerca de un kilómetro de distancia. Sudorosa y cansada, ella advirtió que el gato se detuvo en un paraje solitario para escabullirse detrás de unos matorrales.

Las estrellas habían escapado del cielo y el silencio solo era interrumpido por el canto de los grillos. De pronto, una luz muy intensa la obligó a cubrirse el rostro. El terror se apoderó de su espíritu, pero de manera inexplicable la emoción negativa desapareció. Ella sentía una paz infinita.

Aquel brillante objeto en forma de platillo la atrajo como el imán lo hace con las agujas. Elena flotaba y ascendía como una muñeca de porcelana a la silenciosa nave. Quizás algún día recuerde el tiempo perdido.

#sábadofelino

Contexto: Son los amos del misterio. Una noche de sábado decides seguir a tu mascota y te sorprende y aterra lo que hace y lo que encuentras.

Consigna: Narra desde el momento en que tu curiosidad se despierta hasta que acaba.

El microrrelato tiene 454 palabras y está escrito en tercera persona.

Muchas gracias a Gabriel Martín Cuvillas Perez por crear #sábadofelino

Pueblo chico



Una luminosa mañana de sábado abordé el primer autobús a San Pablo, un pueblo que estaba a tres horas de la ciudad donde vivía. No era un viaje de paseo. La empresa donde trabajaba me nombró administradora de la sucursal en esa localidad. Sí, fue una oferta que no pude rechazar. Además, me mudaría al campo donde el aire no estaba contaminado por la mano del hombre.

En esa localidad vivía Julia, una amiga de la infancia que ya estaba casada. Le llamé por teléfono para contarle la buena nueva y quedó en comunicarse.

Cargada de ilusiones llegué a mi destino. Bajé del vehículo con una liviana maleta y me dirigí al único hotel para alquilar una habitación. Al no haber ninguna disponible, el dueño me sugirió que podría encontrar hospedaje en una casa que estaba al final de la calle y así lo hice.

Allí estaba yo tocando la puerta, pues el timbre no funcionaba. Pasarían unos segundos cuando se asomó un rostro surcado de arrugas y ojos cristalinos como dos diamantes.

—Buenos días. Quisiera rentar un cuarto, por favor —dije.

La anciana me hizo pasar. Dijo llamarse Lucía. Ingresé a una vivienda antigua con techos y pisos de madera que crujían a cada paso. Subimos las escaleras y ella me mostró la habitación. Había un sillón floreado cerca a la ventana de cortinas amarillas y una cama. También tenía baño propio. Ella y yo acordamos el precio del alquiler. Advertí que era una mujer de pocas palabras y le rodeaba un aura misteriosa. Cuando Lucía salió, desempaqué la ropa y luego, tomé un baño.

Horas más tarde, timbró mi celular. Reconocí la voz de Julia que me invitaba a su vivienda. Me pidió que llegara al promediar las siete de la noche. Le dije que allí estaría y colgué.

Yo estaba maquillándome ante un pequeño espejo cuando las luces de la habitación se encendieron y apagaron. Quedé un poco aturdida con el fuerte olor a sahumerio que invadió el cuarto. Bajé para pedirle velas a la señora Lucía, pero no la encontré. Lo que más me llamó la atención fue la infinidad de cruces en la puerta principal. No recordaba haberlas visto al llegar. Sacudí la cabeza y subí otra vez. Pensé en tocar las otras habitaciones, pero me arrepentí. Uno nunca sabe.

Regresé al cuarto y al cruzar el umbral, sentí escalofríos. Me pareció extraño, pues era un verano muy caluroso. Cogí la manta de la cama para abrigarme y escuché el desgarrador llanto de una mujer. Parecía venir de la habitación contigua. Sentí una ligera punzada en el pecho. En eso, las luces parpadearon otra vez. Quise abrir la puerta, pero la manija no giraba hacia ningún lado. ¡Cómo podía ser posible! No pude soportarlo y empecé a respirar en forma agitada. Mis manos temblaban. Sentí que era observada, que alguien más estaba allí. Las luces no dejaban de parpadear.

Recordé que siendo niña, mis primos me asustaban cubiertos de sábanas blancas en el sótano de la casa. Desde entonces tuve fobia a los fantasmas. Nunca lo superé y ahora esto. No, no. ¡No puede estar pasando! Cerré los ojos y apreté los puños. Muy despacio a la velocidad de un caracol terrestre, giré sobre sí y la vi. Una mancha oscura luchaba por salir de la pared. Su olor era nauseabundo. Aumentaba de tamaño y adquirió la forma de una criatura sin cabeza. Desesperada, golpeé la puerta. Quise huir de la sentencia de muerte. Grité hasta quedarme sin voz y rompí en llanto suplicando ayuda. Las luces se apagaron.


#sábadodefobia
Consigna: Narra un sábado donde una fobia alteró las decisiones y vida de tu personaje.

El microrrelato tiene 594 palabras y está escrito en primera persona.

Un rey sabio llamado Basilio

Detrás de las cortinas blancas, Andrea revoloteaba como una mariposa buscando la salida. Por décima vez, ella se asomó a la ventana del dormitorio. Como todos los días grises, solo los autos rompían el silencio de la calle. Pero Andrea tomó una decisión y bajó a la primera planta.
Escuchaba las pisadas de sus zapatillas blancas en los escalones de madera. Cuando llegó a la puerta, algo la detuvo. Buscó en los bolsillos de su casaca roja con capucha. No encontró el celular, pero sí la billetera rosa.
—¡Caramba! —exclamó, apretando los dientes bajo la mascarilla que le cubría el rostro.
En la sala, su hermanastra Tania trabajaba en la computadora. Por fortuna, ella no advirtió la presencia de Andrea, quien caminó de puntillas hacia el fondo del pasillo. Se dirigió a la habitación que había ocupado su padre. Hacía un año de su partida y la adolescente aún no podía resignarse. Sentía el alma oprimida.
Horas antes, Andrea había estado en esas cuatro paredes leyendo una novela de fantasía. Abrió la puerta y entró. Buscó el aparato sobre el escritorio con restos de polvo, en los infinitos estantes de los libros y en el piso que brillaba como espejo. Desordenó los multicolores cojines del sillón. Lo encontró. Suspiró aliviada. Guardó el celular en el bolsillo de su pantalón, giró sobre sí y caminó hacia la salida.
De pronto, su rostro era de nieve. La puerta estaba cerrada con  llave. ¡Cómo pudo suceder! Golpeó una, dos, tres mil veces. Gritó el nombre de Tania hasta quedar sin voz.

Derrotada, la muchacha se derrumbó en el sillón. Una dulce melodía la sacó de sus pensamientos. Miró la pantalla del celular. “Andrea, ¿a qué hora vienes a la Casita Covid-19? No pasará nada. Somos jóvenes”, decía el mensaje.
Pensó en su madrastra Jimena que laboraba lejos del hogar. Pensó en su padre Leonardo, un señor de carácter fuerte que inspiraba admiración y sobre todo respeto. Él nunca hubiese caído en un momento de debilidad.
Su triste mirada recorrió la habitación hasta posarse en los libros dispuestos como soldados listos para el combate. Se puso de pie y escogió uno al azar. Al hojearlo, contempló la belleza de sus ilustraciones en blanco y negro. Ellas mostraban bosques fantasmales, grotescos enanos y la imponente fachada de un castillo medieval.

Andrea se detuvo en la imagen de un rey sentado en su trono. Su mirada derramaba melancolía. La joven sintió algo muy extraño. No pudo apartar la vista de la figura del monarca. Poco a poco, sus párpados fueron cerrándose hasta caer en un profundo sueño. Aquel mágico libro se deslizó con suavidad por uno de los brazos del sillón. Silencio.


Abrió los ojos. Acostada de lado, Andrea respiraba el olor de la tierra recién mojada por la lluvia. Las últimas gotas no dejaban de caer.
Ella se levantó con dificultad. Vio que los árboles estaban desnudos y sus ramas eran largas y filosas garras.
Su cuerpo se estremeció más al escuchar el chirriar de las lechuzas. Sin embargo, ella se armó de valor y caminó midiendo cada paso, mirando a su alrededor. <<Tranquila, Andrea, estás soñando y pronto despertarás>>, pensó.
Por accidente, cayó en un enorme hoyo cubierto por hojas secas. No tardaron en aparecer cuatro enanos que usaban tapabocas y portaban arcos, mazas y sogas. Cubrían sus cuerpos rollizos con pieles de lobos grises y llevaban gorros de color negro. Eran cazadores de recompensas.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritó la joven.

—Sí, Lavinia. Pronto saldrás de allí y luego, te llevaremos al castillo —respondió uno de ellos.

—Cobraremos lo que nos corresponde—añadió otro, mientras sus ojos brillaban de codicia.
Ella no comprendió lo que hablaban. Le arrojaron una cuerda y le dijeron que la atara fuertemente alrededor de su cintura. Cuando ella estuvo fuera de la trampa, todos se miraron sorprendidos al ver su extraña vestimenta.
—¡Suéltenme! ¡Ustedes se confunden!¡Yo no soy Lavinia! —protestó Andrea, mientras ataban sus manos. Dos enanos, uno trepado en los hombros del otro, le colocaron una mascarilla.
—¡Basta! Hablarás delante del rey Basilio —afirmó el de voz más chillona. Y entonces, emprendieron el camino hacia el castillo de color gris ceniza que descansaba sobre una montaña. En el cielo, las estrellas y la luna pugnaban por adueñarse de la noche más oscura.
                          ***
En el salón principal del castillo se realizó la audiencia. Solo algunos miembros de la corte estuvieron presentes.
Bajo las luces de antorchas humeantes, uno de los enanos hizo una reverencia y tomó la palabra.
—Su Majestad, capturamos a Lavinia en el bosque tenebroso.
Sentado en su trono, el soberano de escasa barba, lucía una corona de oro con piedras de rubíes. Su túnica era larga y dorada y encima de ésta, llevaba varias capas de seda.

Andrea soltó un suspiro. Mantenía la cabeza baja porque a veces ella encontraba la solución de algún problema fijando la vista en el suelo.<<Nada es real. Todo es un mal sueño y en cualquier momento, despertaré>>, pensó.
—Acércate, Lavinia —ordenó el monarca con mascarilla azul.
Andrea obedeció y alzó la mirada. Dio cortos pasos y quedó petrificada. Su corazón saltó de alegría.
—¡Papá! ¡Eres tú! —exclamó emocionada.
—¡Qué insolencia! ¡No olvides que soy el rey! —respondió y frunció el ceño.
—Pero si tú eres mi …
—¡Silencio!
Su voz estalló en cólera y sacudió el lugar como una débil hoja de papel.

—Al no cumplir la cuarentena estipulada por la ley y arriesgar cientos de vidas, quedarás encerrada en la torre más alta del castillo hasta cumplir la mayoría de edad.
—¡Pero padre, solo tengo 14 años! —subrayó la joven.
—No tendrás acceso a libros ni a instrumento alguno de escritura… Y mucho menos a ese invento diabólico llamado internet.
—¡Nooo! ¡Padre, no puedes hacerme esto! ¡Nooo! —imploró ella.
A su turno, los cuatro enanos y los miembros de la corte empezaron a repetir en coro:
—Distanciamiento social… Nueva normalidad…Distanciamiento social…Nueva normalidad… DISTANCIAMIENTO SOCIAL… NUEVA NORMALIDAD… DISTANCIAMIENTO SOCIAL… NUEVA NORMALIDAD…

Aquellas palabras le martillaron las sienes. Sus rostros desfigurados la atormentaban. Ella optó por encogerse como un ovillo de lana en medio del salón.
De repente, la adolescente escuchó una voz que le era familiar.
—¡Andrea! ¡Andrea, despierta!
La joven sintió que la sacudían del brazo. Cuando ella despertó, aún temblaba de pies a cabeza y permanecía hundida en el sillón. Tania la observaba con curiosidad.
—Perdóname. Fui una egoísta. No volveré a intentarlot. Te lo prometo —dijo entre sollozos.
—Olvídalo, niña. Solo tuviste una pesadilla —respondió Tania, mientras le acariciaba sus cortos mechones de cabello—. Escucha, sube a tu dormitorio. Te espera una sorpresa.
Andrea secó sus lágrimas con el pañuelo blanco de su hermanastra. Tania sonrió.
Luego, recuperada del mal momento, la adolescente se dirigió a su habitación. Sobre la mesita de noche, encontró un paquete envuelto en papel de regalo. ¡Qué despistada! ¡Había olvidado que era su cumpleaños!
Muy emocionada, lo abrió. En sus manos tenía un libro titulado “Un rey sabio llamado Basilio».
Ella quedó desconcertada, pero algo en su interior le decía que no temiera y entonces, su alma sintió paz. Comprendió que las cosas ocurren por alguna razón y siempre uno debe estar dispuesto a hacer un sacrificio.
<<No lo soñé. Realmente sucedió.A pesar de todo, lo volví a ver>>, pensó.
También había una cajita dorada. La destapó y encontró la estatuilla de bronce de un monarca. La puso al lado del portarretratos de su padre.
—Te prometo que seré una buena hija. Te lo prometo.

Jolgorio en Emaus

Día soleado de invierno. Ante la cercanía de extraños, ‘Ringo’, ‘Dulfy’ y sus amigos de pelaje hirsuto agudizan los sentidos. Ruidosos ladridos. Fieros colmillos. Signos inequívocos de absoluta desconfianza que tardan en acallarse en la ciudad de Emaus, donde reina la pobreza extrema y el olvido de un gobierno tras otro.

Las pelucas rizadas, los multicolores trajes y rostros cubiertos de mascarillas con sonrisas dibujadas, contrastan en el asentamiento humano situado en la cima de un cerro que roza el cielo color panza de burro.

Sin querer, ‘Bolita’ con uno de sus largos zapatos ha pisado el inquieto rabo de ‘Dulfy’. Como es natural, el perro de pelo oscuro intenta clavar los dientes en la pantorrilla con calcetín rayado. Sin embargo, ‘Bolita’ hace las paces con él y saca del bolsillo de su pantalón una sabrosa galleta. Crunch, crunch.

Pero el lamento de ‘Dulfy’ ha llamado la atención de Luis, uno de los habitantes en viviendas con paredes de madera y techos de calamina. Desde la puerta, el joven albañil que ha dejado de trabajar por la pandemia, observa a los visitantes inusuales que suben fatigados la empinada escalera de cemento pintada de amarillo.
—Pensé que no venían —dijo Luis acercándose a ellos.
—Lo prometido es deuda, caballero —respondió ‘Tomatito’ en tono muy alegre y recuperando el aliento, agregó—¿Y quiénes son los cumpleañeros? ¿Dónde están que no los veo?

Luis sonrió. Hizo un gesto de espera con ambas manos. Giro sobre si y caminó hacia las otras casas teñidas del verde musgo. Tocó puerta por puerta e intercambió algunas palabras con los ocupantes. Sus rostros se iluminaron de alegría.
Mientras tanto, ‘Bolita’, ‘Tomatito’ y ‘Florcita’ dejaron las grandes bolsas que traían sobre una mesa de madera. Unas contenían víveres de primera necesidad y prendas de vestir; otros, muchos dulces y pequeñas tortas.

‘Florcita’ pidió que le prestaran un balde donde mezcló agua y lejía, usando las cantidades adecuadas. La solución serviría para desinfectar el lugar. Con mucho esmero, sus compañeros ayudaron en la tarea, mientras tarareaban:

Mi novia Julieta vende maletas

Me enamore de su dorado cabello

que termina en dos largas coletas.

Me convierto en un sapo bello

cada vez que le da una rabieta.

Luego, cogieron tizas de colores para dibujar círculos de aproximadamente metro y medio, donde estarían ubicados los pequeños que cumplían años. Con sprays rociaron alcohol en las manos de los asistentes y repartieron cubrebocas.

Los velos de tristeza en los rostros de los niños se dispersaron. Sus ojos irradiaron un brillo especial. Muy pronto, momentos de alegría tocarían sus corazones. La densa neblina y el frío que atraviesa la piel y los huesos tardarian en aparecer.

Los primeros acordes musicales escapaban de un amplificador algo deteriorado, pero que aun resultaba util.
Cogiendo un micrófono, ‘Tomatito’ carraspeo antes de pronunciar las primeras palabras del animado show.
—Niños y niñas de Emaus, ¿¿¿cómo están???

52 Retos Literup (12 Relatos)

Reto # 10. Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato.

Medium

—¡Bájate, Luz Marina! ¡Vas a caerte! ¡Niña traviesa! —gritaba mamita al verme en lo alto del pequeño arbusto, mientras comía guayabas que había arrancado con muchas energías. Sin embargo, poco tiempo después yo caería en cama, víctima de la fiebre terciana.

Pasé los primeros años de mi infancia junto a mis abuelos maternos, a quienes nunca llamé por esos nombres. A ella solía decirle ‘mamita’ y a él, ‘papá’. Como todos los hombres en el campo, papá Florencio era parcelero y además, guardián de la huerta.

Crecí entre las paredes de una casita de adobe y barro en la Hacienda La Quebrada que estaba a dos horas de Lima. Los primeros rayos de luz que se filtraban por la ventana y la orquesta sinfónica de gallos con plumas naranjas me hacían abandonar la cama desde muy temprano y luego, desayunaba un pocillo enorme con leche fresca de vaca y panes con gruesas rebanadas de queso. No hay palabras que puedan describir cuánta felicidad había en mi interior en aquella etapa de mi vida. Hasta que el dolor y la tristeza llegaron sin avisar.

Tras sufrir un accidente de auto, mi tío Hernando murió. Sus deseos de estudiar en la capital quedaron truncados. No recuerdo bien si pasaron dos, tres o cuatro semanas cuando ocurrió algo inexplicable.

Mi hermanito Jorge y yo regresabamos a casa, luego de llevar una canasta de frutas frescas a mi madrina María que vivía en un pueblo cercano.

Tocamos la puerta de madera varias veces, pero nadie abría.

—¡Mamita, mamita! —grité y cansada de no obtener respuesta, tomé de la mano a mi hermanito para ir al otro lado de la casa donde había un muro de poca altura.

Como Jorge pesaba menos, le ayudé a subir para que viera si había alguien en el patio y pudiese abrir la puerta principal. Apenas estuvo arriba, su rostro cambió de color.

—¡Bájame, bájame! —suplicó y cuando llegó al suelo, él estalló en lágrimas, cubriéndose los ojos con sus manitas temblorosas. Le pregunté qué había visto, pero él seguía llorando. La curiosidad palpitaba en mis sienes. Entonces, trepe la pared como pude.

En el patio, mi tio Hernando que vestía una mortaja, caminaba de un lado a otro con un cuaderno abierto entre sus manos como acostumbraba hacer antes de rendir un examen escolar. Luego, se sentó en una silla de madera. Parecía cansado.

Confieso que en ningún momento tuve miedo. Al contrario, mi corazón rebosaba de alegría al volver a verlo. Pensé que había regresado al hogar, con los suyos, que había salido victorioso en la obligada batalla contra la muerte, pero cometí un error. Bastó que parpadeara un instante, un solo segundo para que él desaparezca y mi alma se cubriera de luto. Mientras, mi hermanito sentado en el pasto no dejaba de llorar…

#52 Retos Literup (12 Relatos)

Reto #9: Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.