Ninfa diabólica

Quedaba en éxtasis al contemplar las naves de piel que se hundían en remolinos de sangre. Era el divino
espectáculo que ofrecía la muerte en una mente extraviada. Horas más tarde, el conde de Wedford colmaría de vino los cráneos de sus acérrimos enemigos para embriagarse con vigorosas cortesanas.

Ser el autor intelectual de crímenes sumergidos en océanos de tinta carmesí no fue suficiente para llenar el enorme
vacío de una vida miserable. Pero no siempre ocurrió así.

En otros tiempos, las inexpugnables paredes del castillo eran invitadas silenciosas de jubilosas fiestas y opíparos banquetes, donde la carne de jabalí o cerdo macerada con especias y adornada con laurel y romero, era uno de los platos predilectos de los comensales, así como los pasteles de frutos secos. Donde los miembros de la corte no solo danzaban al compás de la música sino que disfrutaban de la presencia de talentosos bailarines
y enigmáticos trovadores. Inolvidables reuniones donde además se admiraba la belleza singular y el carisma inagotable de la condesa Isabella. Hasta el aciago día que ella desapareció de la bulliciosa
corte.

Algunos decían que se había marchado al reino más lejano atraída por una nueva ilusión. Otros, que ella había caído en el abismo de la demencia y por eso, su esposo ordenó que sea encerrada
en la torre más alta del palacio.

Muy pronto, el tema se convirtió en un peligroso tabú. El aristócrata había advertido que todo aquel que hablara sobre el particular, perteneciera a la nobleza o fuese un simple aldeano, le sería arrancada la lengua con tenazas ardientes, decapitado en la ciudadela y el resto de su cuerpo serviría para alimentar a sus mastines hambrientos: Caín y Abel.

Cuando los caminos eran cubiertos por las hojas secas de los árboles, una trágica noticia llegó a los oídos del conde. Su primo hermano, el barón de Durham había sido muerto en las gélidas aguas del lago tenebroso por una ninfa diabólica llamada Rusalka.
Una cólera desenfrenada se apoderó de su pecho. Clavando con fiereza una daga en la mesa del gran salón, el caballero juró venganza.

A todo galope, él abandonó el castillo de color gris ceniza. Se internó en el bosque de los árboles torcidos hasta detenerse en una rústica cabaña coronada de espesa bruma. Tocó la puerta y una suave voz lo invitó a pasar.

Cerró la entrada de un portazo y antes de pronunciar palabra alguna, sus pupilas de aguamarina disparaban saetas envenenadas.

—Escucha Morgana. Necesito de tus servicios. Serás bien recompensada —dijo, mientras apoyaba la pierna derecha sobre un vetusto banco—. ¡Quiero desaparecer a Rusalka! —gritó y de un puntapié derribó al mueble
que voló por los aires.

—Mi Señor, ella es el espíritu de una mujer que vaga en la tierra —contestó sin inmutarse la bruja de mechones plateados—. Pero todo es posible.
Atravesando la habitación con la lentitud de sus años, ella abrió un viejo baúl. El crujir de las bisagras estremeció el lugar. En sus manos apareció un puñal que mostraba en su mango, una daga enterrada en una escalofriante calavera.

—Durante seis noches de luna llena, acérquese a ella. No olvide que Rusalka es una dama. Bríndele su amistad o una pizca de afecto. —sugirió—. En la séptima noche, hunda esta daga mágica en su pecho.

Como es de esperarse, el conde de Wedford abrió los ojos de forma desmesurada. La suspicacia se debía a que la ninfa diabólica era un alma en pena.

—Mi Señor, ¿alguna vez le he fallado? —preguntó la anciana con una profunda tristeza dibujada en las pupilas y en el aire quedó dispersa la respuesta del noble. Este le arrojó una mirada asesina. Gruñó como un demonio herido y entregó a la hechicera más poderosa del condado, dos bolsas
con monedas doradas. Le prometió que el resto del pago lo tendría cuando
hubiese acabado con la criatura maligna.

La primera noche de luna llena, el aristócrata acudió al estanque fúnebre con un grupo de guardias. El silencio solo era roto por los aullidos de lobos grises y el chirriar de las lechuzas. Las ramas puntiagudas y desnudas de los árboles eran feroces brazos de seres fantasmales. La densa bruma era una inseparable compañía.

Detrás de los arbustos espinosos, él advirtió una extraña figura. El largo cabello de la ninfa diabólica semejaba el follaje húmedo que deja la intensa y reciente lluvia, mientras que una descolorida túnica hecha jirones cubría su cuerpo cristalino.

El conde oía caer las pisadas de sus botas negras en la hierba. Al sentir su presencia, ella giró sobre sí. De sus labios agrietados escaparon mariposas de papel y de sus garras mortales nacieron tulipanes púrpuras.
Ella no lo hechizó con su canto de sirena ni lo arrastró para ahogarlo en las aguas azules. Ella no podía hacerle daño. Todavía no.

Osado como ninguno, el noble de capa más oscura que la noche acortó la distancia para contemplar sus ojos de nieve y la palidez de su rostro.
—Soy el conde de Wedford… Mi castillo está a un kilómetro de distancia —dijo con una voz casi apagada, sintiendo en su agitado corazón que la conocía de antes. Lo que resultaba imposible, absurdo, utópico.

Las visitas a la criatura del lago tenebroso se repitieron. Cada mes, cada treinta días, cada cielo matizado de brea con luna de metal. Era un romance bendecido por las sombras. El conde de Wedford y la ninfa maligna formaban una pareja sui géneris. Solo faltaba una cita de ultratumba, pero la impaciencia lo derrotó.

Aquella noche era huérfana de luna llena, pero las estrellas titilaban en el oscuro manto. Con la sangre hirviendo en sus venas, el noble montó su corcel y entre sus ropas, escondió el puñal mágico. Al llegar a su destino, tuvo un mal presentimiento, pero dejó ir a su caballo. El conde se había quedado solo. Sus ojos de jade pasearon por todo el verde paisaje con olor a mortuorio.

Detrás de él oyó el eco de pisadas casi
imperceptibles. Por instinto su mano buscó el cuchillo para asestar el golpe final.
Cuando volteó sus pupilas se debilitaron. Perdió el color de sus mejillas. Las piernas flaquearon. Dio un grito ahogado.

Veía a Isabella, su esposa en un tiempo no muy lejano, luciendo aquel vestido de seda azul y el collar de perlas con un
colgante dorado en forma de letra i. Recogía su larga y lisa cabellera en un tocado francés.

Ella era la inocente mujer que él había
estrangulado debido a la calumnia de un hombre despechado: el barón de Durham.

Sin embargo, no satisfecho con matarla, el conde ordenó que sea descuartizada y que sus restos fuesen colocados en el interior de un saco con las más pesadas piedras.
Al final, la bella condesa de ojos almendrados yacía en el fondo del lago. Y así fue como todo empezó. Así nació el apetito de sus ojos y de su mente morbosa por la carne y la sangre humana. ¡El señor del condado era un ser diabólico!

—¡Mi querido Henry! ¡Ven, acércate! —exclamó Isabella, extendiendo una mano con la palma hacia arriba y anticipando un breve diálogo.

—¿Por qué creíste en las palabras del barón? ¡Si era él quien deseaba convertirme en su amante!

—¡Isabella! ¡Mi dulce Isabella!

—Yo siempre te amé… y siempre te amaré hasta el final de los tiempos —respondió ella soltando una sonora carcajada—. Ahora partiremos a nuestro nuevo hogar —enfatizó con una voz que producía más escalofríos que la propia muerte.

En el lugar abrazado por la oscuridad, dos seres de tamaño colosal de pieles grises y rostros tejidos de cicatrices
irrumpieron. Con fuerza sobrenatural, lo sujetaron del cuello y de los brazos.
Lo amordazaron y encadenaron de pies y manos. El conde de Wedford era tan
indefenso como un cordero perdido en la montaña que se alejó del rebaño.

En las quietas aguas azules, el noble fue
sumergido por aquellos engendros. Luchó hasta exhalar el último aliento,
trazando en el combate enormes burbujas. Perdió la batalla. La esquelética dama con guadaña había ganado una vez más.

Entonces, la condesa de inframundo se despojó del traje de seda y adoptó su verdadera identidad. En su lugar apareció una anciana con ojos llenos de melancolía y negro vestido. Era Morgana.

—Ahora descansa en paz, hermana mía —susurró, mientras dejaba una flor de tristeza en el lago sombrío. Y luego, a paso lento, ella se alejó envuelta en la humedad del bosque y el agrio sabor de la venganza.